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La Sonrisa en el Espejo

El viento silbaba suavemente al pasar por entre las ramas de los árboles, que semecían perezosamente en el ambiente, de un lado a otro, al son de las ráfagas de viento quese levantaban unas veces más fuertes que otras, pero a pesar de eso no hacía frío, sino calor,el aire era cálido y besaba suavemente nuestras pieles acalenturadas producto de estardemasiado tiempo en el interior del auto.

 

—¿¡Y bueno, que te parece!? —preguntó padre, al tiempo que cerraba de un portazola puerta del carro.

 

Volteé a verlo y luego a la casa que estaba frente a mí. Era la casa más fea que habíavisto en mi vida, pequeña, de dos aguas, destartalada y rodeada de aquel puñado de árbolesque no eran precisamente verdes en todo su esplendor sino amarillentos en algunos lados.

Feos, en resumen, como la casucha.

 

—Fea —dije, no pudiendo hacer un puchero al decirlo.

 

Padre dejó la caja que sostenía en el suelo y luego se aproximó a mi lado, me pasóel brazo en torno a los hombros y luego me acunó a su costado.

 

—Si entrecierras un ojo, —dijo, quedamente, muy cerca de mi oído —y abres elotro no se ve tan mal.

 

Estallé en carcajadas al escuchar lo que me decía, y luego de calmarme un poco hicelo que me aconsejaba pero la casa en lugar de dejar de ser fea se convirtió ahora también enextraña.

 

—No sirve papá, es horrenda —comenté.

 

Padre suspiró y luego se apartó de mí para seguir con lo que hacía anteriormente,sacar las cajas de mudanza del carro y apilarlas en la entrada, y mientras él se ocupaba deeso yo me acerqué al costado de la casa, intentando encontrar algo con que entretenerme,pero allí sólo había plantas de las malas creciendo libremente entre las grietas que seformaban de la tierra endurecida y la pared.

 

—¡No te alejes, hija! —Gritó padre.

 

—No lo haré —respondí, intentando rodear la casa, y como era tan pequeña como lade los cuentos de hadas, estaba segura que saldría inmediatamente por el otro lado.

 

Y así fue, dando saltitos sobre las hojas secas llegué al lado derecho de la casa, endonde padre ya se había dedicado a apilar más cajas.

 

—Vamos a ver el interior —me dijo, haciéndome una seña con la mano para que meacercara a su lado, entonces lo hice. Subí los tres escaloncitos de madera de la casa y mepuse junto a él para que viéramos al mismo tiempo el interior del lugar.

 

La puerta era de madrera, al igual que todo lo demás, y quizá por eso que la casa seveía tan vieja, tal vez no lo era tanto, pero la madera no era como el concreto, ésta tendía adeteriorarse. Estaba segura de que la casa de mamá podría resistir mucho más que ésta porestar hecha de concreto, y además ser grande y bonita. Y pensar en eso me hizo recordar eldía en que me dijo que tendría que vivir con papá y no con ella.

 

—¿Y por qué nos tenemos que mudar para acá? —pregunté, jalando la playera depadre, cuando comprobé que el interior de la casa era por lo menos tan feo como elexterior.

 

—Porque tu maldita madre no me dejó para más —murmuró padre, tan bajo queseguramente pensaba que no podía oírlo, pero claro que podía.

 

—Estoy segura de que mamá no es maldita —dije, pues recordaba que aquella erauna mala palabra. Ambos me habían prohibido decirla, esa y muchas más.

 

Padre soltó las cajas para dejarlas en el suelo y luego se acercó a mí rápidamente,para tomarme por los hombros y mirarme directo a los ojos, como lo hacía cuando queríadecirme algo serio.

 

—No, claro que no, —dijo, con una expresión apenada en el rostro —lo siento.

 

Lamento decir cosas malas de tu madre.

 

—Está bien —le dije, encogiéndome ligeramente de hombros —mamá también lasdice de ti. Así que están a mano ¿no?

 

Padre bajó la mirada y luego se llevó el puño a la boca, tan apretado que sus nudillosse tornaron blancos.

 

—Sí, estamos a mano, querida —contestó.

 

Luego de eso me escabullí de él, pues seguramente se había vuelto a enojar. No sabíaque ocurría exactamente con él y mamá, pero estaba segura que nada bueno. Creo queincluso por eso nos habíamos ido de casa, lo que estaba bien, pues ya nadie gritaba, lástimaque ahora mamá se encontraba tan lejos.

 

Corrí de arriba abajo las escaleras, haciéndolas rechinar bajo mi peso y brincandoespecialmente en el cuarto escalón que estaba un poco desprendido del resto.

 

—¡Papá, éste chilla más que los demás! —grité a todo pulmón, logrando que mi vozretumbara por toda la casa.

 

—¡Lo repararé mañana! —me llegó la grave voz de papá desde la cocina.

 

Entonces seguí con mis juegos, esta vez deslizándome del barandal como si fuera untobogán. En la tercera vez que lo hice caí de rodillas al suelo por lo que me fastidié de elloy me puse a explorar otra parte de la casa.

 

Estaba ahora en el primer piso de la casa, en la cocina, mirando los cajones de laalacena aún vacía, a excepción del polvo. Me aproximé al fregadero y me incliné sobre élpara tratar de ver que había del otro lado de la ventana. Allí sólo había una extensión detierra cubierta por hiervas altas y verdes, y más allá una valla de metal que separaba nuestrapropiedad de las demás. Aquello me gustó pues por lo menos tendría donde escondermepara pasar el rato, y con un poco de suerte habría más niños en las otras casas, esperaba que sí.

 

De un brinco me bajé del fregadero y abrí la llave para ver si había agua. Gran sorpresa que me llevé al escuchar de las tuberías un gruñido fantasmal y luego ver aguacafé saliendo de ellas.

 

—¡Ay que feo! —dije para mí, y estaba a punto de llamar a padre para informarle alrespecto, cuando comenzó a caer agua limpia de la llave. —Hum…—dije, seguramente nola habían abierto en años y por eso estaban las tuberías llenas de tierra.

 

Cerré rápidamente la llave para evitar desperdiciar más agua, y feliz de haber resueltoel problema del grifo me encaminé otra vez a la sala, cuando de pronto escuché a padregritar y el ruido de un montón de cajas cayendo estrepitosamente al suelo.

 

Corrí en dirección a donde creí escuchar a padre y lo encontré al pie de las escaleras,con las cajas desparramadas a su alrededor.

 

—¡Papá! —Grité, y me precipité a su lado, dejándome caer tan bruscamente que misrodillas crujieron contra el suelo de madera.

 

—No es nada, hija —dijo él, en un gruñido, pero en el mismo momento ambosllevamos la mirada a su tobillo, que se encontraba en una posición antinatural.

 

—Papi…—dije, en un gemido.—No, no, mi amor —me calmó él, acariciándome el cabello —estaré bien, sólotráeme el teléfono.

 

Me levanté tan rápido como pude y corrí al auto, abrí la puerta y luego la gantera, endonde sabía que papá había dejado el teléfono celular y luego lo lleve con él. Me arrodillé asu lado y se lo entregué.

 

—Todo estará bien —dijo padre, mientras marcaba un numero —llamaré a alguienque nos ayudara con esto.

 

Padre hacía gestos de dolor mientras esperaba lo más paciente que podía a la personadel otro lado de la línea.

 

—Oh, dios —dijo padre, al cabo de los minutos y bajó el teléfono celular de su rostro—en este lugar no hay señal.

 

—¿Vas a estar bien, papi? —Pregunté, asustada.

 

—Sí, cariño, sí…—dijo, y para ese momento padre ya tenía la frente perlada desudor. —Sólo necesito que me ayudes, ¿Lo harías?

 

Asentí, mientras mi corazón palpitaba fuertemente en mi interior, haciéndomerespirar muy rápido.

 

—Hay una caja allá arriba —dijo, mirando por un momento escaleras arriba —es unade las que trajeron los hombres de la mudanza días antes. La de los primeros auxilios, ¿recuerdas? La que está marcada con una cruz roja.

 

—Sí —dije, asintiendo fuertemente.

 

—Bueno, bájala.

 

Una vez más me apresuré a poner en pie y salir corriendo en dirección al piso dearriba, mientras iba puede escuchar a padre advertirme sobre el cuarto escalón pero no lehice ningún caso y seguí hasta estar en el pequeño pasillo de habitaciones. Entré en elcuarto principal, el que ahora sería la habitación de padre. Allí había un montón de cajas,pero todas eran de ropa y libros, la que yo quería, la del dibujo de la cruz roja, no estaba allí, así que pensé que quizá estaría en la habitación del frente, en la mía. De un tirón abrí lavieja puerta y miré en al interior. Era una habitación de tamaño perfecto, ni muy grande nimuy pequeña, toda pintada de color hueso, que seguramente en algún momento había sidoblanco, tenía una franja de letras de colores en la parte baja de la pared que rodeaba todo elcuarto. La ventana estaba en el frente y no tenía barrotes a diferencia de la mía en casa demamá, seguramente por la altura, pues desde aquí nada me podía pasar si caía ya que erabastante bajo aun siendo una segunda planta. La cama era estrecha y estaba pegada a lapared de la izquierda. Las ventanas abiertas dejaban que las cortinas ondearanfantasmalmente en el interior de la habitación, pero una vez más no estaba la caja de losprimeros auxilios allí.

 

Regresé al inicio de las escaleras y le grité a papá desde ahí

 

—¡No está la caja en ninguna habitación!

 

Padre refunfuñó todo lo que quiso en contra de los señores de la mudanza,preguntándose qué tan estúpidos podían ser como para no acatar la indicaciones que él leshabía dado.

 

—Hija, hija…—jadeó padre, aún ahí desparramado al pie delas escaleras, con sutobillo en esa forma tan extraña.—Creo que las pusieron en el ático ¿Puedes… puedes irpor ella?

 

Mi corazón se detuvo un segundo, temeroso de ir a un lugar frío y oscuro, pero mearmé de valor para regresar al pasillo de las habitaciones y levantar la mirada, a dondecolgaba un cordel que tenía una pequeña bola de plástico en el extremo.

 

Tragué audiblemente antes de dar un salto para tomarla y jalarla. Del techo sedeslizaron unas escaleras muy empinadas, casi completamente verticales, de madera.

Pensando en mi padre, subí allí arriba, en donde todo era oscuro y rechinaba bajo mis pies.Por alguna razón logré encontrar un cordelito y lo tiré con la esperanza de que fuera unabombilla, y lo era. Al iluminarse el lugar de tenue luz dorada pude ver el techo de dosaguas, completamente de madera, con las vigas cruzando de un lado a otro, una ventanitaen forma de media luna a mi izquierda, por la que se colaban los rayos del sol, revelandolas millones de partículas de polvo que danzaban suavemente en aire. Los rincones del áticoseguían sombríos por lo que no podía ver que había allí.

 

—¿Dónde…—gemí, caminando lentamente sobre el piso rechinante —donde está lacaja?

 

—Está justo detrás de ti —me llegó de pronto una suave voz, era la voz de un muchacho. Y salía justo del rincón no iluminado del ático. Con ojos abiertosdesmesuradamente vi a una figura alta y esbelta aproximarse a mí, con pasos insonorossobre el suelo, y en ese momento grité con tanta fuerza, que todo desapareció para mí, todose volvió un borrón extraño mientras caía en un remolino de sensaciones oscuras.

 

—¡Hija, hija! —escuché a gritos la voz de padre, que cada vez estaba más cerca demí. Con piernas temblorosas salí corriendo del ático al recobrarme, y caí por el agujero delas escaleras no pudiendo bajarlas civilizadamente.

 

Seguí gritando y llorando ya en el suelo, allí padre llegó cojeando a mi lado y me abrazó fuertemente sin preguntar por lo ocurrido. Mientras me tenía en brazos alguiencomenzó a aporrear la puerta a lo que él respondió con un gruñido que entrara de una buenavez o que se fuera.

 

Un hombre de edad madura entró a la casa seguido de una mujer, y por lo que pudeescuchar de lo que le decían a padre ellos sólo caminaban alegremente cerca de casa pero sehabían asustado al escucharme gritar y habían venido a ver qué ocurría, padre les contótodo y ellos rápidamente ofrecieron su ayuda, la mujer me arrancó de los brazos de padremientras el tipo lo ayudaba a bajar y luego a ir al hospital más cercano.

 

El resto de la tarde lo pase en casa de los señores que nos habían ayudado, mientraspapá estaba en el hospital. La señora no paraba de darme té, galletas y otros dulces parahacerme sentir mejor, pero nada me gustaba, yo sólo podía seguir mirando a la nada,sentada en su sala de estar.

 

—Esa casa esta embrujada —dijo de pronto el niño que llevaba rato rondándome consus mimos y dándome sus juguetes, cambiando de estrategia al ver que nada de esofuncionaba.

 

—No es cierto —dije, en un puchero que amenazaba con convertirse en un llantodesenfrenado.

 

—Sí es cierto —dijo el niño, que quizá tenía la misma edad que yo. Ocho o nueveaños. —Mi hermano mayor ha entrado y me dijo que hay un muchacho atrapado en unespejo.

 

—No es cierto —repetí, sin poder evitar derramar lágrimas y también desear tener unhermano mayor que me cuidara.

 

—No, no es verdad, linda —dijo la señora, mientras se sentaba a mi lado al tiempoque apartaba a su hijo, y me acariciaba el cabello negro. —Es sólo un cuento que les dicenlos chicos mayores a los más pequeños.

 

—¿Hay chicos mayores por aquí? —pregunté esperanzada.

 

—No, ya no —contestó ella. Y luego me abrazó de una manera en la que mamá no lohabía hecho en mucho tiempo, por lo que me sentí mejor y me dormí.

 

La próxima vez que abrí los ojos estaba ya en mi cama, y papá con la cabezarecargada en el costado de ésta. No lo molesté porque sabía que quizá estaba cansado y asínos quedamos hasta el día siguiente.

 

Los días que siguieron fueron aburridos porque papá tenía un pie inmovilizado, y nopodía salir a deambular conmigo por los alrededores. Se la pasaba sentado frente a lacomputadora haciendo su trabajo desde allí. Los vecinos no vivían muy cerca de casa por loque ir a jugar con ellos no era posible, así que me fui acostumbrando al paso de los días ajugar yo sola e intentar olvidar el incidente del ático, de todos modos no era real.

 

Me sentaba debajo de los árboles que poco a poco iban poniéndose más verdes,extendía una manta y sobre ésta ponía mis juguetes y juegos. También llevaba allí mislibros de cuentos y los leía en voz alta para mí misma. Así pase mis primeras dos semanas.

 

El día en que a padre le quitaron la cosa que inmovilizaba su pie, hicimos en el jardínuna parrillada, en la que los vecinos que nos ayudaron cuando él cayó estaban invitados acomer con nosotros. Padre y su amigo estaban encargados de la parrilla mientras que laseñora y una amiga suya ayudaban a servir la limonada en los vasos de plástico. Los niñosjugaban debajo de los arboles mientras yo los miraba desde mi lugar en la mesa. No queríair con ellos porque se comportaban bastante tontos en sus juegos.

 

El olor de la carne asada inundaba mi nariz mientras miraba a padre conversaralegremente con los pocos invitados. En algún momento él se volvió de la parrilla y mellamó.

 

—Hija, ¿Podrías traer más carbón? —preguntó, y como yo no estaba haciendo nada accedí inmediatamente.

 

De un brinco me bajé de la silla y fui a la casa a buscar en el armario en donde estabasegura que lo había visto, pero allí no había nada, entonces subí al segundo piso y me quedéquieta como estatua frente al cordel del ático. Lo miré mientras se mecía de un lado al otro, retándome, y con un suspiro de rendición brinqué para alcanzarlo y tiré de él, descorriendolas escaleras. Tomé el primer escalón y seguí hasta arriba dándome ánimos yo misma.

 

Cuando llegué al sombrío lugar lo primero que hice fue buscar la bombilla e inundarde luz el lugar. Se veía igual que semanas antes, sometido bajo una capa de polvo. Esta vezencontré la bolsa de carbón inmediatamente y me di la vuelta rápidamente, pero al poner unpie en la escalera, regresé sin siquiera pensarlo y me acerqué a la esquina del ático, a dondela luz no alcanzaba a llegar.

 

—¿Estas allí? —pregunté, luego de tragar audiblemente. Los chicos del lugar ya mehabían contado la historia, algo sobre unas brujas que habían encerrado a un muchacho enun espejo para siempre. Pero yo no lo creía. Era un cuento, como los de mis libros.

 

No ocurrió nada, seguía todo en silencio.

 

—¿Estas allí? —repetí, ahora un poco más fuerte.

 

—Lamento haberte asustado —respondió una voz, una tan hermosa como no la habíaescuchado antes.

 

Di un paso atrás, con todos mis músculos tensados, listos para correr.

 

—No eres real…—dije entre susurros, con mis labios temblorosos.

 

—Lo soy —dijo, apareciendo entre las penumbras. —no quiero serlo pero lo soy.

 

Mi visión comenzó a llenarse de lágrimas al verlo, aunque no era únicamente elmiedo lo que las provocaba.

 

—¿Me harás daño? —Pregunté, temiendo terriblemente la posibilidad.

 

—No —dijo, rápidamente —No puedo y no quiero.

 

—¿Cómo te llamas? —pregunté, soltando la bolsa de carbón que había estadososteniendo con más fuerza de la necesaria y acercándome a donde salía la voz, y entoncesme encontré frente a frente con un espejo de cuerpo completo, con bordes de manerapintados de dorado.

 

—No lo recuerdo —respondió y parecía infinitamente triste al decirlo.

 

Podía verlo perfectamente, de pie con sus vestimentas raras, raras porque parecíanmuy antiguas, un saco largo y extraño de color azul cielo, con una camisa que no eraprecisamente blanca por debajo de este, con holanes en los puños, pantalones blancos yceñidos a sus piernas, con botas negras y altas como la de los jinetes de carreras. Parecía unpríncipe. Y yo a su lado, con mis ropas normales, mi vestido blanco de tirantes y mis zatosde correas, una simple niña.

 

—¿Cuánto tiempo llevas allí? —pregunté, ahora sin miedo, más bien curiosidad.

 

—Mucho —dijo.

 

—¡Hija! —Gritó de pronto padre, haciéndome sobresaltar.

 

Volteé a ver el agujero de las escaleras nerviosamente y luego regresé la mirada alespejo, al muchacho.

 

—¿Puedo volver? —pregunté, ahora con un miedo distinto.

 

—Por favor —dijo, con una ligera sonrisa de lado.

 

Sonriente y con el corazón latiendo muy rápido contra mis costillas me dirigí a las escaleras.

 

Le di a padre la bolsa de carbón y luego salí de la casa con él, pero en el resto de latarde ya no pude pensar en nada más que no fuera en el príncipe atrapado en mi espejo. Erami príncipe puesto que ese era mi espejo. Era de mi propiedad, porque nadie más sabia deél y eso me hacía sentir dichosa. Tenía ahora un gran secreto.

 

Con una sonrisa imperturbable en mis labios comí lo que padre y sus amigos habíanpreparado en la parrilla y también bebí la limonada de las señoras, pero en algún punto mepregunté si el príncipe tendría sed o hambre, debía ser así ya que llevaba mucho tiempo allí.

 

—Papi —dije, levantando mi plato —quiero más.

 

Al escuchar eso padre exclamó algo como que era mucha comida para una niña denueve años pero las señoras dijeron que estaba bien por lo que me rellenaron el plato y luego requerí de todas mis habilidades para enrollar pedazos de carne en servilletas y ponerlos en los bolsillos de mi vestido sin que nadie me viera.

 

Fingiendo necesidad de ir al baño salí corriendo, apartándome de sus ojos curiosos yencaminándome nuevamente al ático.

 

—Oye…—le dije, cuando ya había encendido la bombilla. —¿Príncipe, estas ahí?

 

Una suave risa provino del rincón que nunca se iluminaba.

 

—No soy un príncipe —dijo, con aquella voz que me hacía creer todo lo contrario delo que decía. Era una voz bonita, más incluso que la de padre, menos grave y más dulce.

 

—¿Por qué vistes así? —pregunté entonces.

 

Una risa más.

 

—Porque es así como vestían las personas de mi mundo.

 

—¿Vienes de otro mundo? —pregunté, ahora más asombrada que nunca.

 

—No. —Respondió —Es sólo que ha sido hace tanto tiempo que así parece.

 

Con pasos cada vez menos titubeantes me aproximé al espejo, a donde estaba él, yentonces lo pude ver mejor que hace un rato. Era alto, muy alto, de piel más blanca que lamía, de cabellos largos, negros y alborotados, y unos ojos cafés amables que le iluminabanel rostro.

 

Él podía decir lo que fuera, pero si parecía un príncipe, y mirándolo allí, con mireflejo a un lado, juraría que lo tenía justo detrás de mí, o a mi lado. Volteé paracomprobarlo pero no había nadie conmigo, sólo el espejo cuando regresé la mirada al frente.

 

—¿Dónde estás? —pregunté, y él se acercó dentro del espejo, haciéndome casisentirlo en verdad junto a mí, puso las manos al frente, sobre el espejo, como un prisionerocon las manos en los barrotes.

 

—Estoy aquí —susurró.

 

Sentí tristeza, mucha tristeza, más incluso que cuando me despedí de casa. Él estaba ahí atrapado desde hacía tanto tiempo que se podía decir que desde siempre.

 

—Te traje comida —dije, sacando mi botín de los bolsillos.

 

—Gracias —dijo con una sonrisa autentica en sus labios rosas. —pero no puedocomer aquí dentro.

 

—¡Oh…!—dije, y había destilado amarga tristeza de esa simple exclamación. Yo lehabía llevado aquello con mucho amor.

 

—Pero me encantaría verte comer a ti, así podrías conversar conmigo. Hace años queno converso con alguien.

 

Como realmente no tenía hambre me dediqué mordisquear la comida mientras estabasentada en el suelo y él también de su lado. Me contó historias de brujas y hechiceras ytambién la razón de que estuviera allí dentro. Una bruja lo había atrapado luego de querehusara casarse con su hija, una bruja también. Le conté que aquello ya lo sabía y mipríncipe se notó muy sorprendido cuando le dije que era un cuento que los chicos delvecindario me habían contado a medías y que más tarde yo lo había buscado en internet.

 

—Los cuentos —le respondí, en respuesta a algo que me había preguntado sobrecómo era posible que todos lo supieran —se pueden buscar en internet, algunos son mitos oleyendas, pero yo le digo cuentos a todos.

 

—¿Y qué es eso de Internet? —Preguntó, y yo me sentí gustosa de conocer algo queél no.

 

—Es donde se guardan los secretos del mundo —dije.

 

—Si allí se guardan los secretos del mundo —razonó mi príncipe —puedes encontrarla manera de sacarme de aquí.

 

Y de pronto la posibilidad se iluminó ante mí. Podría sacarlo de allí, y sería mío parasiempre, saldríamos a jugar por los alrededores todos los días, leeríamos libros bajo elárbol, seriamos felices y nunca más volveríamos a estar solos.

 

—¿Si lo hago —le pregunté —no te alejaras de mí?

 

—No, —dijo, tan rápidamente que le creí —seria tuyo para siempre, serías mía parasiempre. Te amaría por siempre.

 

Y eso fue más que suficiente para mí. Porque lo quería desde el primer momento enque lo vi, más allá del miedo y de todo lo demás, porque aquellas habían sido reaccionesnaturales e inevitables, mientras que mi cariño por él lograron disiparlas rápidamente.

 

—Lo haré —dije, firmemente. —Te sacaré de allí.

 

—¿Qué sacaras de aquí? —preguntó de pronto padre, que subía por el agujero de lasescaleras.

 

Lo miré y luego volví la mirada nerviosamente al príncipe.

 

—Ah. ¿El espejo? —Preguntó padre —Podemos bajarlo a tu cuarto si quieres —continuó, sin dejarme responder —pero ahora vamos, tu madre está al teléfono.

 

Me ayudó bajar las escaleras de ático preguntándome si ya no me daba miedo estarallí, a lo que le respondí con un movimiento negativo de la cabeza. Luego me dejó en lasala en donde ya habían instalado un teléfono. Tomé la bocina para escuchar a mi madre.

 

—Querida, —dijo, hablando de prisa como siempre lo hacía —iré mañana a buscartepara llevarte de paseo conmigo. ¿De acuerdo? Ya le dije a tu padre. Supongo que debesestar muy aburrida en ese lugar tan horrible en donde te llevo a vivir.

 

—Mamá…mamá —dije —intentando protestar —¿No puede ser la próxima semana? Este lugar es bonito. —Necesitaba tiempo para conocer mejor a mi príncipe e idear un planpara sacarlo del espejo.

 

—¡Llevo dos meses sin verte! —Gritó madre —Mañana pasare por ti y no se hable más.

 

Enojaba bajé el teléfono y lo estrellé en su sitio. Odiaba cuando madre me gritaba, yahora entristecida volví a donde el príncipe para contarle lo ocurrido. Conversé alegrementecon él luego de que el enojo se me pasara porque me di cuenta de algo importante. Si madreme llevaba a la ciudad podría ir a las librerías y comprar libros sobre magia, algo que meayudara a sacar mi príncipe de allí. Los libros eran siempre útiles.

 

—¿Crees que sea buena idea? —le pregunté, mientras me encontraba sentada a ladodel espejo, imaginando que él era de carne y hueso y que estaba también a mi lado.

 

—Creo que es una gran idea —dijo y luego aprovechamos el tiempo para conversar, para conocernos un poco, ya que pasaríamos el resto de nuestra vida juntos.

 

A la mañana siguiente desperté en mi cuarto, lejos de mi príncipe, y más tarde meenteré de que había sido padre el que me sacó de allí para llevarme abajo. No le gustaba,me dijo, verme allá arriba en la oscuridad.

 

La mañana fue muy atareada como para regresar a verlo y casi no consigo escaparmede padre para despedirme de él cuando salíamos para encontrarnos con mamá en el patio.

 

—¡Olvide algo! —Grité, soltándome de la mano de padre y corriendo escaleras arribalo más rápido que mis cortas piernas me lo permitieron. Tiré del cordel del ático luego dealcanzarlo con un gran salto y no pudiendo esperar a que las escaleras se deslizaran solaslas jalé con la mano para bajarlas más aprisa. Subí con el corazón en palpitando en la boca,como presintiendo una separación definitiva, como esperando lo peor.

 

Entré al oscuro ático sin tomarme la molestia de encender la bombilla y corrí a dondeel espejo, abrazándolo antes de decir cualquier cosa.

 

—Volveré para sacarte de allí —le dije, con las lágrimas ya escurriendo por mismejillas —Sólo serán unos cuantos días.

 

—Está bien, mi princesa, todo está bien —contestó él, con su suave voz. —Yo esperaré, he esperado cien años y puedo soportar unos días más por ti.

 

—Te quiero —dije, sintiendo que eran las palabras más importantes que había dichoen mi corta existencia.

 

—Ve —dijo —como si con sus palabras pudiera apártame como lo haría una personafísica con sus manos. —Al volver tengo un regalo para ti, algo que ha estado aquí conmigodesde siempre.

 

—Lo haré, —le prometí, enjugándome las lágrimas, pero con más esperanza queantes.

 

Miré el rostro blanco del príncipe antes de irme, antes de volverle la espalda completamente. Estaba como el primer día, aquel primer día en que mi cerebro habíareaccionado a su presencia como lo haría cualquier persona racional. Con miedo, pero unoque jamás volvería a sentir de él. Sus cabellos negros alborotados, sus ropas que me habían llevado a bautizarlo de aquella manera, su ojos cafés de mirada noble, sus labios rosas y supresencia, su presencia tan fuerte atrapada allí dentro.

 

“Te sacaré” me prometí mentalmente.…

 

***

 

Madre de mala gana me llevó a las librerías de la ciudad y ni siquiera miró los títulosde los libros que estaba escogiendo, lo que fue un alivio, pues si de padre se tratara mehabría hecho un interrogatorio sobre mi súbito cambio de gustos literarios, de los cuentos alos libros de magia.

 

El resto de la semana paseé por los supermercados y tiendas de ropa con madre, peroaquello que en algún momento me había encantado tanto ahora me parecía frío y vacío, yoanhelaba mis árboles, mis plantas rodeando la casa, la tierra bajo mis pies, el sonido del aireentre las hiervas crecidas detrás de casa, levantar la mirada desde debajo del árbol e intentarver al príncipe detrás de la pequeña ventana en forma de media luna del ático.

 

Finalmente las dos semanas con madre pasaron y me dejó nuevamente en casa, besé rápidamente a padre al verlo y luego de decirle que sólo iría a mi habitación a dejar losregalos de mamá subí al ático, encendí la bombilla para que iluminara con su débil luzdorada el lugar y luego lo llamé.

 

—Príncipe, —dije —he vuelto. Conseguí libros excelentes y con tu ayuda te sacaréde allí.

 

Esperé un segundo su contestación pero como no la recibí, me acerqué a la esquina dela habitación que jamás se alcanzaba a iluminar y descubrí que mi príncipe había sidoarrancado de su sitio. Con un temblor en las manos y un vacío en el corazón me dirigí a vera padre.

 

—Oh, hija, —dijo él, al encontrarme en el corto pasillo de habitaciones —el espejoya no está ahí. Sabía que te guastaba tanto así que lo llevé a tu habitación.

 

El temblor en mis manos disminuyó un poco pero el del corazón siguió firmemente aferrado él, negándose a creer que todo estaba bien.

 

Con pasos lentos e insonoros me acerqué a la puerta blanca de mi habitación, aquella habitación que aún no consideraba mía, aquella a la que quería menos que al ático. Tomé elpomo y luego de girarlo lo empujé y miré al interior, en donde lo primero que vi fue elmarco de mi espejo, el dorado hogar del príncipe. Pero algo seguía mal.

 

Entré sin notar mis pasos, sin haber decidido entrar realmente, como si sólo mehubiese desmaterializado de mi lugar en el marco de la puerta y aparecido frente al espejo.La superficie plana, limpia y nueva de éste me hizo dar cuenta de la terrible realidad.

 

Volteé a ver a padre, al hombre que más había amado en el mundo, con ojos llenos demiedo y algo nuevo también, algo jamás experimentado en mi joven cuerpo, cálido y corrosivo.

 

—¿Qué les has hecho a mi espejo? —pregunté, sintiendo que no era la niñita denueve años la que hablaba.

 

—Lo baje del ático y lo limpié para ti, hija —respondió, ingresando un paso alinterior de la habitación pero luego regresándolo.

 

—No es cierto —dije, volviendo un segundo la mirada a aquel espejo vacío.

 

Padre se frotó la frente con desesperación, y luego me miró con la expresión másculpable que le había visto jamás, más que la que puso el día en que me dijo que me iría con él de casa.

 

—Cuando lo bajaba —dijo, apoyándose en el marco de la puerta —el espejo sé mecayó, se rompió en montones de pedazos así que lo envié a que lo repararan, le pusieron unnuevo espejo al marco. Pero este es mejor, es más bonito…

 

—¿Dónde están…? —lo interrumpí, no pudiendo contener las lágrimas.

 

—Hija…—dijo, intentando acercarse.

 

—¿¡Dónde están los pedazos!? —exclamé, perdiendo por completo la compostura.

 

Padre se agarró la frente y luego se enterró los dedos ferozmente entre el cabello.

 

—En el bote de basura que está afuera.

 

Salí corriendo escaleras abajo, abrí la puerta de un empujón, y luego corrí a donderecordaba que padre ponía los botes de basura, detrás de la casa. Llegue a ellos, los abrí yluego los volqué, descubriendo los pedazos del espejo de mi príncipe atrapado. Caí derodillas junto a ellos y tomé algunos entre las manos. Esta vez ya no se movía, no respiraba,su esencia no emanaba de los pedazos de cristal, en los cuales parecía que ya sólo estabapintado. Los colores celestes de su saco reflejados en un afilado pedazo, los holanes de suspuños en otros pequeños trozos, sus botas en montones de pedazos negros, sus cabellos yairreconocibles para siempre. Y en un pedazo, un pedazo afilado y picudo como una estacaestaba su sonrisa, aquella sonrisa que me había mostrado incontables veces en tan sólo tresdías, en esos pocos días, en esos días en los que había concebido ya nuestra vida completa,y ahora se esfumaban, se rompían mis esperanzas como la vida de mi príncipe. Cuantasilusiones despedazadas, cuantas oportunidades perdidas, cuantas lágrimas iba a derramarpor él.

 

Con su sonrisa en una mano, encontré entre los demás pedazos de cristal una rosa roja atrapada detrás de la superficie plana, como si fuera una rosa real y estuviera reflejada allí, para mí. La sorpresa que había prometido darme. Seguramente era eso. La tomé del suelo, de la tierra sucia, como si fuera la cosa más sagrada del mundo. Sostuve la rosa de mi príncipe en una mano y su sonrisa en la otra.

 

Me levanté de allí y fui a arrodillarme a mi árbol, aquel en el que había soñado pasarlos veranos con él, aquel en donde quería crecer a su lado. Y llorando, gritando su pérdidaapreté los pedazos de espejo entre los puños, no demasiado para romperlos, sólo lonecesario para hacerlos más tangibles, para hacérmelo sentir más real, más cerca. Mis manos derramaron incontables gotas de sangre sobre la tierra, hundiéndose en ella,manchándola terriblemente, ennegreciéndola, negra, como era la perdida de él.

 

Padre se acercó en algún momento, queriendo consolarme.

 

—¡Aléjate, aléjate! —le grité, sintiendo que lo odiaba. Sí, eso era lo que había sentidohace un rato, odio hacia él, sólo que ahora realmente identificable por lo intenso que losentía.

 

—Hija…

 

—¡Te odio! —le dije, apretando los pedazos en mis manos, derramando más sangre,queriendo fundirme con ellos, entrar en ellos, vivir para siempre con el príncipe. —¡Lomataste! ¡Lo mataste! ¡Él solo quería ser libre!

 

—¡Hija, tus manos! —gritó padre, ya comenzando a perder la calma.

 

—¡Lo mataste…!—dije, ahogándome en llanto. Y luego me desmayé.…

 

***

 

Años después estaba ahí otra vez, contemplando las rosas que habían crecidoinesperadamente debajo mi árbol favorito, aquel en el que una vez llorara con sangre laperdida de mi príncipe, con la mirada fija en una rosa en especial. Una que se manteníaperpetuamente hermosa dentro de un pedazo de cristal clavado en la tierra como la espadade cierto cuento de antaño. Estaba rodeada de la belleza de las demás rosas rojas, haciéndola sentir viva. 

 

Desvié la mirada de las rosas para llevarla a la casa, a la ventana en forma de medialuna del ático, en donde anhelaba con toda el alma sentirlo, verlo.

 

Suspiré, él ya no estaba allí, estaba conmigo, siempre conmigo y su sonrisa en unpedazo de espejo para recordarme que había sido real.

 

 

 

 

Marchel Cruz            

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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